Para comprender el enfoque universalista de la obra de Munch, que no os será ajeno si visitasteis su exposición reciente en el Museo Thyssen, no está mal enlazar su pintura con algunas piezas literarias: su intento de pintar una serie de trabajos que abarcaran todos los aspectos de la vida humana, el Friso de la vida, que le llevó cuarenta años, remite al Espejo del mundo medieval, a los dramas de Shakespeare y las novelas de Melville, Flaubert o James Joyce.
Los principios de este proyecto se remontan a 1886, una fase en que habían quedado superados el naturalismo en Noruega, el impresionismo francés y el simbolismo en Berlín y había quedado abierto el camino para un nuevo lenguaje formal.
El escenario más importante de los “dramas” de Munch es Aasgaardstrand, una pequeña aldea de pescadores situada al sureste de Olso cuyo balneario ya había sido descubierto por otros pintores antes que él. En el verano de 1889, nuestro autor alquiló allí una cabaña de pescador que terminaría adquiriendo en 1897.
UN POEMA SOBRE LA VIDA, EL AMOR Y LA MUERTE
Con una pintura en la que reconocemos la playa de este lugar, La voz, actualmente en el MFA de Boston, inició una secuencia de seis lienzos titulados genéricamente El amor, que pasarían después a formar parte del núcleo del Friso de la Vida. En ellos, el paisaje munchiano se convierte en un espacio pictórico cargado de fuerzas en cuyo seno las formas naturales pasan a ser notas características de un nuevo lenguaje formal: la naturaleza se simplifica, monumentaliza, reduce o geometriza.
El empleo de motivos sugestivos como la luna o el mar, el manejo suave del pincel y la compenetración de luces y sombras dan a las composiciones gran claridad y solidez.
De su propia experiencia con el público, que no veía en sus cuadros sino los borrones, trazados con mano violenta, de un pintor empeñado en ofender al gusto, Munch llegó a la conclusión de que sus pinturas serían más accesibles si se presentaban integradas en un ciclo: Esto cuadros míos tan difíciles de entender, serán, creo yo, más comprensibles si se los presenta formando un conjunto entre sí (…) Los cuadros tendrán por tema el amor y la muerte.
En 1902, en los salones de la Sezession berlinesa, y en 1903 en la Galería P.F. Beyer de Leipzig, fueron presentados por primera vez al público estos cuadros, formando un conjunto llamado ya El Friso de la Vida. La circunstancia de estar dividida la exposición en cuatro paredes sugirió a Munch los siguientes títulos: El despertar del amor, La plenitud y el fin del amor, Miedo a la vida y Muerte.
A lo largo del friso transcurre la línea de playa detrás de la cual ruge el mar con su eterno movimiento. Bajo las copas de los árboles late la vida con sus trabajos y alegrías
Pubertad (1894) no se expuso en esa ocasión, pero podemos considerarlo, al igual que la versión de 1886, hoy desaparecida, como una lograda invención pictórica precursora de El despertar del amor. En el borde de la cama, en un escenario estrecho, vemos a una adolescente desnuda sentada. La cama, interrumpida a los lados por los bordes del cuadro, compone la serena horizontal de la pintura sobre la que el cuerpo erguido de la chica parece estar fijado. La luz que penetra por el lado izquierdo hace que su cuerpo proyecte una gran sombra oscura que refuerza la inestabilidad de la, ya de por sí, insegura posición de la modelo, al tiempo que la introduce en una amenaza.
Los ojos muy abiertos y los brazos que cubren el sexo expresan lo que para la muchacha significa la entrada a lo desconocido: simbólicamente, la transición a la edad adulta. Por primera vez aparece aquí con toda claridad la asociación miedo-sexualidad, característica del Friso de la vida.
Claro de luna (1893) nos muestra en el primer plano a una joven mujer apostada delante de una cerca, próxima a una casa de madera. La figura femenina de tres cuartos que mira al espectador tiene las manos a la espalda y el cuadro muestra una organización estrictamente geométrica. Las ripias blancas de la cerca, que reflejan el brillo de la luna, ascienden paralelas formando una especie de montura en la que se engarza la parte inferior de la figura, y la pared marrón de madera y la ventana enmarcada de blanco contribuyen a la composición geométrica, con sus verticales y horizontales, en contraste con la mitad izquierda del cuadro y sus tonos verdes, que sugieren una profundidad insondable.
Si en el extremo derecho vemos surgir algunas flores, en el izquierdo discernimos el bulto rojizo de una figura que no podemos identificar. Se trate de una despedida o de una bienvenida; la escena está dominada por una mezcla peculiar de expectativa e incertidumbre.
Un cuadro no muy conocido en Europa es La tormenta (1893), adquirido en 1874 por el MoMA. Un hecho real le sirvió de inspiración: el entonces director de la Galería Nacional de Oslo informó a Munch sobre una gran tormenta que había asolado las playas de Aasgaardstrand. Munch creó un paisaje anímico a partir de ella, un grupo de mujeres y la localidad que le era bien conocida: la casa grande y de ventanas iluminadas representa la seguridad que el grupo de mujeres que vemos a la izquierda acaba de abandonar. Vestidas de colores, sus figuras apenas están insinuadas con pinceladas sueltas: parecen alarmadas, y una vestida de blanco se ha alejado del grupo, quedando en el centro.
Munch consigue así transformar una dramática representación de la naturaleza, expresada por el viento levantado y el contraste entre el refugio que ofrece la casa y el misterio de la noche en un drama interior.
En la primera pared de la exposición de 1903 dispuso El beso y Madonna, que ya podemos considerar pertenecientes al ciclo que trata la plenitud y el fin del amor. El primero (1897) ofrece una escena de despedida con carácter autobiográfico: un hombre da a una mujer un beso en una habitación que recuerda el cuarto alquilado por Munch en St. Cloud. Entre el visillo que permite ver la luz de la calle y la oscura pared rojiza, se distingue la silueta de la pareja enlazada en un beso. Sus cuerpos forman una especie de montaña escarpada frente a la ventana, no distinguimos sus facciones.
En el entorno de esta temática se incluye Hombre y mujer (1898). La atracción fatal de los sexos, la amenaza que supone la sexualidad, vuelven a expresarse aquí mediante la sombra oscura y pesada que soprende a la mujer por la espalda y se yergue sobre la cabeza del hombre. Los rostros de ambos los enmarca una aureola de color rojo.
Por las fotografías que se conservan de la exposición de Leipzig, sabemos que, dentro del Friso de la Vida, Madonna inauguraba la serie dedicada a la plenitud y el fin del amor, pero no sabemos cuál de sus cinco versiones se mostró. Sí conocemos que, cuando la obra se exhibió por primera vez en 1893, el marco del lienzo llevaba pintados o tallados espermatozoides y embriones; este marco fue luego cambiado, pero confería al desnudo femenino un significado doble: aludía a la concepción y a la muerte, porque los embriones tenían calaveras por cabezas.
La figura desnuda, mostrada hasta la cadera, parece suspendida en el aire, impresión que se debe en parte a las líneas trazadas con pincel grueso que la circundan. La postura de los brazos hace que el pecho y el vientre se inclinen hacia delante. Ligando la pieza a la mitología y la literatura, esta Madonna oscila entre Salomé y Ofelia, y su encanto radica en su estado de indecisión, entre el sueño y la vigilia, el estar de pie o acostada, mostrando u ocultando.
Un tema afín al de la Madonna es tratado en El día siguiente, cuya primera y destruida versión data de 1886.
En aquella exposición de Leipzig, Munch dispuso junto a Madonna una de las piezas más emblemáticas del Friso de la vida: Cenizas, que acompañaba también a El grito. El paisaje que vemos en este cuadro tiene un acentuado carácter de escenario y el centro lo ocupa una mujer en posición erecta que mira de frente al espectador, mientras que en el ángulo inferior izquierdo observamos la figura de un hombre sentado en una postura que denota desesperación o melancolía.
El rasgo más peculiar es el tronco caído en primer plano, que a la izquierda del cuadro se desvanece en una columna de humo, detalle que titula la obra y que remite al antebrazo de esqueleto del Autorretrato con antebrazo de esqueleto.
Esta escena puede interpretarse trivialmente como el fracaso de una relación, equiparable a un fuego que no se extingue; cual actores teatrales, ambas figuras se hallan petrificadas en gestos elocuentes. Haciendo de la fisonomía femenina una máscara y desdibujando el rostro masculino, Munch pudo salvar sus obras de las interpretaciones psicológicas o biográficas al uso. Como en Beckett, la ceniza tiene un significado metafísico.
El monumental La mujer en tres estadios (hacia 1894) no se compone de tres retratos de mujeres distintas, sino de la visualización de tres ideas que el hombre tiene sobre las maneras de ser de una mujer. En la exposición en Berlín en 1902 formó el centro de la pared dedicada, dentro del Friso de la vida, al asunto de la plenitud y el fin del amor.
La figura vestida de blanco de la izquierda corresponde al tipo de la ninfa marina que, mirando al agua, se sustrae al cortejo masculino; en el medio vemos a una mujer completamente desnuda que mira al espectador con inquietante malicia, con las manos tras la nuca y las piernas abiertas, y la tercera, de rostro cadavérico, remite a su hermana Inger en traje de luto. En el último segmento distinguimos a un hombre de pie entre los árboles, cabizbajo, semejante al hombre que reflexiona frente al mar en Melancolía. Las flores que porta cada mujer cobran sentido simbólico: lirios blancos en la de apariencia más virginal, flor del corazón en la segunda. Dijo Munch: Como en los dramas de Ibsen, estas tres mujeres aparecen en mis cuadros en distintos lugares.
En la muestra de Leipzig, Munch sustituyó el cuadro con el tema de las tres mujeres por uno de temática afín: El baile de la vida (1899-1900). Concentrándonos en la anécdota, esta obra posterior se nos aparece como la versión narrativa de La mujer en tres estadios. Munch lo describió así: En el centro del cuadro que pinté este verano, bailé con mi primer amor; fue un recuerdo dedicado a él. Por un lado entra una mujer sonriente con rizos rubios que quiere cortar la flor del amor, pero que no permite que nadie la toque. Al lado opuesto, otra mujer de aspecto acongojado mira a la pareja que baila. Es la rechazada, que me hizo sentirme rechazado con su baile. Las tres mujeres se refieren unas vez más a los deseos, las experiencias, las decepciones del varón.
Munch ha convertido una escena de baile aparentemente digna de alegría en otra fantasmagórica. A las cuatro figuras principales del primer plano, que parecen ser prisioneras de un sueño, se corresponden unas parejas sin rostro entregadas, en impetuoso abrazo, al gozo de la danza. En la mitad derecha de la obra destaca el rostro del hombre que parece mirar al espectador y que, como una máscara extasiada, expresa sus sentimientos en una mueca que recuerda las caricaturas de Ensor. Como correspondencia a esta pareja, en la mitad izquierda contemplamos la columna de luz que genera el reflejo de la luna en la superficie del mar, símbolo de la fuerza que puede con todo; el conjunto de estos elementos refuerza el impacto visual que genera la pareja del centro, que ya de por sí llama nuestra atención por sus contrastes de colores rojo y negro. Ambas figuras tienen los ojos cerrados, como si se encontraran en trance.
El borde inferior del vestido de ella se ha deslizado hacia la izquierda y parece lamer como una ola al hombre, robándole el suelo bajo sus pies y envolviéndolo en un contorno rojo hasta la mano derecha de la mujer.
Aunque en El baile de la vida faltan los árboles propios de las pinturas que componen el Friso, podemos considerarlo como una parte importante de este. Dijo Munch: El Friso de la Vida está concebido como una serie de cuadros que pretenden dar en su conjunto una visión unitaria de la vida. A lo largo del friso transcurre la línea de playa detrás de la cual ruge el mar con su eterno movimiento. Bajo las copas de los árboles late la vida con sus trabajos y alegrías.
La obra que concluía, como hemos dicho antes, la serie sobre la plenitud y el fin del amor era Melancolía, de 1891, que fue expuesto también bajo los títulos Jappe en la playa y Celos. La distancia que separa este ciclo del siguiente, dedicado al tema del miedo a vivir, no es más que un paso. En 1902 fueron expuestos en Berlín, dentro de este tema, Nubes rojas, Paseo, Otoño, La hora postrera y Grito de miedo.
En la muestra de Leipzig de 1903, se agruparon bajo el mismo las obras Vino tinto, El grito, Miedo y la versión de Paseo de 1892. Mientras que esta última trata del miedo y la soledad del individuo dentro de la masa de la gran ciudad, el más conocido de los motivos de Munch, El grito, nos confronta con el miedo y la soledad en una naturaleza que no consuela, sino que recoge el grito y lo arrastra por una ensenada hasta el cielo teñido de rojo sangre.
Rosenblum pudo identificar el modelo que inspiró a Munch la figura central del cuadro: se trata de una momia peruana que alberga el Museo del Hombre de París; la similitud de la posición de las manos entre la momia y la figura de Munch resulta sorprendente. A Kierkegaard el pintor lo leyó más tarde, pero la afinidad espiritual salta a la vista: Es tanto el peso de mi alma que ningún pensamiento puede transportarla, y no hay alas capaces de elevarla a lo inmaterial (…) En mi pecho anida una opresión, un temor que adivina un terremoto.
La serie final del Friso de la vida, por último,estaba dedicada a la muerte, y en Berlín agrupó bajo ese título las obras Agonía, Habitación mortuoria, Muerte, Vida y muerte y La muerte y el niño; mientras que en Leipzig la serie constaba solamente de las obras Muerte en la habitación, Junto al lecho de muerte y Madre muerta con niña. En esta última pintura rememoró de nuevo la temprana despedida de su madre, cuya pérdida le precipitó en una crisis, a él y a su hermana Sophie, que en esta obra aparece en primer plano, vuelta hacia el espectador, con los oídos tapados como si quisiera ponerse a salvo del dolor del silencioso grito del adiós.