El rebobinador

Cy Twombly y las costas más salvajes del amor

Cy Twombly. Las costas más salvajes del amor, 1985
Cy Twombly. Las costas más salvajes del amor, 1985

Defendió la pintura radicalmente y también la llevó a un estado de máxima fragilidad, por eso Cy Twombly es un artista insólito que puede a la vez conmover y dejar perplejo al espectador. Él ya dijo que todo pintor lleva consigo siempre algún tipo de trance.

Nacido en 1928, se considera que adquirió su madurez artística en la década de los setenta, una etapa en la que muchos creadores comenzaban a abandonar la pintura para explorar otros lenguajes. Él no lo hizo, pero sí condujo este medio al límite de sus territorios: introdujo en él la escritura (del latín más culto al graffiti) y se movió entre la elegía y el sexo, el deshacer y el hacer. Para muchos expertos, Twombly encarna como nadie la juventud y frescura de la pintura a pesar de los siglos.

Esa posición que rechazaba vaivenes conceptuales se tradujo en su opción de abandonar Nueva York cuando la ciudad parecía ser la única meca de todo artista que aspirase al reconocimiento: en 1957 se trasladó a Italia, tradicional punto de destino de creadores anglosajones bohemios que, climas aparte, buscaban también una atmósfera más vital, quizá menos puritana. Y algo de esto encontramos en el título de Las costas más salvajes del amor, este óleo de la colección de Alessandro Twombly, que se fecha bastante después, en 1985, aunque el nombre también hace referencia a una novela de Lesley Blanch sobre las aventuras mundanas de cuatro mujeres que acuden a las costas orientales atraídas por su exotismo. En cualquier caso, el pintor plasmó aquí su fascinación por el Mediterráneo y su querencia por las resonancias líricas que implicaba para él el término shore (costa).

En la parte alta de esta obra vemos cómo su título ocupa una extensión considerable, en grafías a la vez enérgicas y torpes, atormentadas, un estilo distintivo de Twombly desde sus inicios, desde los cincuenta. Hay quien establece paralelismos entre esta escritura de apariencia compulsiva y el automatismo gestual de Jackson Pollock, al que el pintor conocía a partir de filmes y fotografías.

Si nos fijamos bien en las letras, encontramos que son abiertas como arabescos y rojas como la sangre, y parecen recorrer con viveza y soltura el campo de la pintura, guiadas por una pulsión propia. No se trata de una escritura infantil, pero sí desmañada. Puede remitir al garabato, que es a la escritura lo que el balbuceo al lenguaje oral.

Barthes decía que Twombly en realidad toma distancia frente a la escritura, la utiliza desdeñándola, arrastrándola, haciéndola flotar sobre la superficie del papel caprichosamente, riéndose de algún modo de la ordenada caligrafía. Realmente no hay diferencia para este artista entre escritura y pintura: se combinan y ambas hacen referencia al ritmo que la mano del pintor es capaz de imprimir en la obra, a la gestualidad física y compulsiva que puede hacerse presente en la pintura. No transmite serenidad y sí cierta ironía, aspecto llamativo en un pintor del carácter refinado del americano, aunque no tan sorprendente si consideramos su ausencia de dogmatismo y de pretensión.

El tratamiento de la superficie es complejo. Desde los comienzos de su carrera, adoptó el blanco como vía para aprovechar las posibilidades en cuanto a texturas de la cal, la tiza y el yeso, que dan a los fondos de la mayor parte de sus obras, y también a ésta, una apariencia erosionada. Aparecen signos inseguros, medio recubiertos o borrados. Mallarmé decía del blanco que era el “estado clásico del intelecto, el espacio romántico del recuerdo”, el símbolo del silencio y del vacío.

Precisamente el francés era uno de los poetas preferidos de los alumnos del Black Mountain College y alguno de ellos fue estrecho amigo de Cy Twombly, como Rauschenberg, también un entusiasta del blanco, o el poeta Olson.

Este tono transmite igualmente la luminosidad del paisaje mediterráneo, las brillantes atmósferas de las mañanas de las bahías italianas. El fondo de yeso de Las costas más salvajes del amor traba el conjunto: por un lado, es una superficie independiente, con sus rayaduras y empastes; por otro, actúa también como fondo neutro sobre el que el pintor despliega el grafismo, con sus derrames delgados de color y diluvios pequeños de pinceladas verdes y rojizas de factura pastosa.

A Twombly le interesaba, y así lo afirmó a menudo, “el placer de lo que sucede”, el tiempo que deviene “entre el instante en que comienzo y el momento en que considero que el cuadro está concluido”. Entiende que la obra nace donde termina su plan previo de ejecución, donde acaba la técnica y empieza el acontecimiento. No hay, por tanto, una meta definida.

Aunque tanto por sus intereses como por su temperamento no podemos vincularlo a los ejercicios de rituales pictóricos de la escuela expresionista abstracta de Nueva York, sí podemos afirmar que Twombly no renuncia a la esfera irracional de la pintura, a la vertiente de trance que tiene el impulso creativo.

 

 

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