Hace tiempo aún se estudiaba en las escuelas que el Monte Perdido de Huesca era el macizo calcáreo más alto de Europa, con sus más de 3.300 metros (no sabemos si sigue siendo así). Lo divisó por primera vez, desde una cumbre cercana del Pirineo francés, el botánico y geólogo Raymond de Carbonnières, que hizo del estudio de este monte la gran misión de su vida y consiguió conquistarlo recién estrenado el s XIX, en 1802.
Su nombre se debe a que, pese a su magnificencia, no es visible desde los valles que lo rodean, pero no es esta la única peculiaridad del Monte Perdido: por su altura y el origen sedimentario marino de su suelo, presenta una flora muy rica. En torno a él encontramos además pueblos y granjas, campos y pastos de altura de gran belleza en los que aún perviven prácticas agrícolas tradicionales.
A la fotógrafa zaragozana Cecilia de Val, cuya obra podemos ver periódicamente en muestras organizadas por la Galería Cámara Oscura en Madrid, la asociamos fundamentalmente a imágenes que transitan entre la realidad y la fantasía, evocan historias llenas de misterio y mundos imaginarios y poseen un alto contenido simbólico, normalmente abierto a la libre interpretación de los espectadores.
En muchas de esas fotografías, próximas a la pintura en su composición, aparece ella misma como un recurso para mostrarnos con mayor claridad las ideas con las que trabaja, asociadas a la búsqueda de la propia identidad y a los nexos entre imagen y performance. La veíamos inmersa en escenografías poéticas, muy meditadas en todos sus detalles (gesto, indumentaria, paisaje), tanto que De Val ha llevado a cabo maquetas de algunas de ellas.
Las referencias cinematográficas y literarias eran evidentes en estas obras, y los autores a los que aludía manejan universos tan enigmáticos como los de sus imágenes: podemos citar a Edgar Allan Poe o Jorge Luis Borges, también a Kafka.
Imagínense grupos de minúsculos prismas regulares, pero rotos, amontonados sin orden…
El proyecto que hasta el 21 de mayo nos presenta en la Galería Carolina Rojo de la capital aragonesa supone un giro respecto a esa producción anterior: documenta un estudio experimental en el que De Val ha estado inmersa los dos últimos años; se trata del proceso de desrevelado de imágenes tomadas en el Monte Perdido. En primer lugar, las fotografías iniciales las reveló e imprimió en un papel fotográfico fino, de poliéster, a continuación las sumergió en un recipiente con agua mezclada con unas gotas de ácido acético a una temperatura de entre 3 y 5 grados y, para terminar, las extrajo cuidadosamente del recipiente.
Como resultado de este procedimiento, la tinta que compone la imagen en el papel de poliéster se desprende de él de forma gradual y rítmica para disolverse en el líquido total o fragmentariamente, dejando el papel intacto, como si la imagen hubiese cambiado de estado o se hubiera sometido a un proceso de revelado en sentido inverso.
En Carolina Rojo, De Val nos propone ser testigos de las fases de ese proceso de deconstrucción de las imágenes, y también nos invita a reflexionar sobre las implicaciones estéticas de ese procedimiento en relación con nuestra consideración de la fotografía como medio estático. Cuestiona si ese dogma puede mantenerse cuando sus fotografías de varios parajes del Monte Perdido han pasado de las dos dimensiones y el estado sólido a las tres dimensiones y el estado líquido.
Carbonnières, que apostaba por el origen precisamente líquido de este paisaje, escribió, refiriéndose a los sedimentos fósiles del monte, imagínense grupos de minúsculos prismas regulares, pero rotos, amontonados sin orden... En la propuesta de Cecilia, los sedimentos son imágenes que pueden pasar a ser fragmentos en estado líquido, pero que, cambiando su contexto, podrían ser algoritmos en la red o papeles guardados en un cajón o almacén.
Nos encontramos ante paisajes nuevos cuyo referente no es identificable a simple vista; podemos contemplarlos como partículas independientes, desconectadas unas de otras, quizá como en su día se encontrarían los fósiles del monte. Citando a Hito Steyerl, la imagen pobre tiende a la abstracción, como una idea visual en su mismo devenir.
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