No llegó a cumplir los cuarenta, por eso su producción artística no es extensa, pero sí recoge, además de un lenguaje personalísimo, claves de una etapa fundamental en el arte contemporáneo estadounidense: la de los años ochenta en Nueva York, marcada por diversas guerras culturales y también por el sida.
David Wojnarowicz fue autodidacta y cultivó todas las técnicas, formatos y medios artísticos (también la escritura y el cómic), pero lo que el conjunto de su obra tiene en común es su tratamiento de la figura del artista y de sí mismo como ser en los márgenes, como habitante de la rebeldía. No concebía que pudiese haber distancias entre poesía y vida, entre ética y estética y tuvo como referentes a figuras que compartían esa visión, como Arthur Rimbaud (en una serie fotográfica se convirtió en su sosias en Nueva York), Jean Genet o Peter Hujar, que fue primero su amante y después su mentor, padre, hermano y engarce con el mundo, como el propio Wojnarowicz explicó a su muerte.
Esa escena creativa de Nueva York en los ochenta, y sobre todo la pandemia del sida, fueron mucho más que el contexto necesario para entender su trabajo multiforme: el artista convirtió en imágenes y palabras la fragilidad del cuerpo, la del ser humano en sociedad, la denuncia de la homofobia, la hipocresía ante la enfermedad y su estigmatización. Sus obras pueden interpretarse, de la primera a la última, como una defensa a ultranza del vulnerable, del que puede ser atacado por su diferencia.
Tras su paso por el Whitney Museum de Nueva York y antes de su llegada al MUDAM luxemburgués, el Museo Reina Sofía acoge desde mañana “La historia me quita el sueño”, la primera gran revisión del legado de este autor de Nueva Jersey desde 1999, cuando el New Museum neoyorquino estudió su trabajo coincidiendo con la publicación de la completa biografía de Cynthia Carr Fire in the Belly: The Life and Times of David Wojnarowicz.
Conoció el artista una constante inseguridad económica que determinó en buena medida su elección de materiales, pero esa incertidumbre con repercusiones creativas fue una cara más de una época marcada por profundos -y estos sí, ricos- cambios culturales de los que también supo empaparse: la irrupción del graffiti y el arte callejero, del new wave y la no wave, el reino de la performance y el desarrollo de la pintura neoexpresionista y la fotografía conceptual. Nueva York era un laboratorio y Wojnarowicz un observador e intérprete lúcido, abierto a influencias muy diversas y atento, sobre todo, a los rechazados por la sociedad, los enfermos que caían entre pasividad, negación y soledad. Precisamente Wojnarowicz es uno de los protagonistas del ensayo La ciudad solitaria de Olivia Laing, que describe muy bien las discriminaciones y miedos padecidos por las víctimas del VIH en aquellos años.
Entre esas influencias amplias a las que atendió se encontraban mitos iconoclastas norteamericanos con los que compartía intereses temáticos (amor, sexo, espiritualidad y muerte); era el caso de Burroughs y Walt Whitman. Hay que recordar que, antes que artista visual, nuestro autor fue poeta y a escritores diversos dedicó sus primeras fotografías en series y los collages que iniciarían su etapa de madurez artística.
Después llegarían sus piezas realizadas con materiales encontrados, desde carteles a tapaderas de cubos de basura, aunque también se fijaba en arquitecturas abandonadas en sí mismas, que contemplaba también como sujetos rechazados: era el caso de los edificios situados en torno a los muelles del Hudson. Allí creó sus estarcidos, con motivos que serían recurrentes en su obra (un hombre cayendo, una casa en llamas, un bombardero…).
Las inquietudes de Wojnarowicz también discurrieron por caminos musicales: miembro del grupo 3 Teens Kill 4, a quienes podemos escuchar en sala aparte en el MNCARS, diseñó carteles para sus conciertos e incluso se preocupó de que no se perdieran si los arrancaban: creó plantillas para pintar con spray sus dibujos en fachadas y aceras. Entre sus obras más conocidas también se encuentran los anuncios serigrafiados tomados de las ofertas de la semana que se pegaban con celo en los escaparates; él los pintaba o transformaba en collages.
En el centro de esta retrospectiva veremos las 23 cabezas que presentó en una exposición de 1984: su número coincide intencionadamente con los pares de cromosomas de nuestro ADN y representan mutantes, seres sujetos a la tortura, emblema de vulnerabilidad.
Algo antes de darles forma había conocido a Peter Hujar, como decíamos más que un amante y luego más que un amigo. Ambos se retrataron en varias ocasiones en un clima de intimidad honesta que traspasa las imágenes; sabemos que fue el fotógrafo quien convenció a Wojnarowicz de que era un artista aunque no se hubiera formado como tal, y lo invitó a pintar cuando nunca lo había hecho: el propio Hujar y sus sueños son el centro de algunas de sus mejores obras en ese medio y su muerte en 1987, a causa del sida y fotografiada por el mismo Wojnarowicz con crudeza y lirismo, marcaría la posterior trayectoria, como creador y como activista, del de Nueva Jersey.
En concreto, su pintura avanzaría hacia una mayor complejidad, tanto en composiciones como en temática: sus preocupaciones se extendieron al medio ambiente y su degradación, a las consecuencias históricas y sociales de la industrialización, el colonialismo y de toda corriente o episodio que implicara puntos de vista únicos, normatividad.
Especialmente representativas de sus intereses fundamentales (deseo, misticismo, fragilidad, violencia) resultan sus pinturas dedicadas a los cuatro elementos, cargadas de símbolos fácilmente identificables y enlazadas con la tradición artística europea. Transmiten una afirmación tanto de su individualidad como de sus lazos con la pintura anterior, al igual que sus geniales flores exóticas, que reivindican la belleza (como recomendó hacer a su amiga Zoe Leonard, activista como él) y que a su vez suponen una muy particular respuesta a sus propias vivencias y a su enfermedad.
Sin embargo, muerto Hujar, ganaron peso en la producción del artista la fotografía y la escritura. Entre sus trabajos más conmovedores ahora en el Museo Reina Sofía destacan las imágenes de su rostro enterrado en arena, de una pequeña y débil ranilla en una mano que puede aplastarla y de su propio retrato infantil en la emblemática Sin título (Un día, este niño…), absolutamente reivindicativa pero también poética, del todo individual pero asimismo política. Constantemente se preguntó Wojnarowicz qué es ser humano, cómo deberíamos vivir y por qué elegimos enseñar lo que enseñamos y esconder lo que escondemos.
David Wojnarowicz. “La historia me quita el sueño”
MUSEO NACIONAL CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA
c/ Santa Isabel, 52
Madrid
Del 29 de mayo al 30 de septiembre de 2019
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