En 1859-1860 Baudelaire escribió El pintor de la vida moderna, que se publicó en 1863, y dos años más tarde Verlaine subrayó la modernidad de los textos del poeta como fuente de una nueva belleza. En esa obra, el autor de Las flores del mal había retratado al individuo moderno sensible como un héroe y había explicado su concepto de ciudad contemporánea tomando como modelo el París del Segundo Imperio.
Criticó el Salón de 1845 y la actitud de los pintores de entonces, por no prestar atención suficiente al presente, a la vertiente épica de la vida cotidiana. Los hombres modernos eran par Baudelaire realmente heroicos pese a carecer del revestimiento de los héroes clásicos, circunstancia que, precisamente, acentúa esa virtud. Su belleza es nueva y especial, superior para él a la de los personajes de Homero.
LA MULTITUD COMO NUEVO ROSTRO
La gran mayoría visten el mismo traje gris o negro que el francés entendió como expresión de la igualdad universal y el alma pública, un ropaje necesario para la vida moderna. Su simpatía por la sociedad que le era contemporánea se extendía a todas las clases sociales y ocupaciones, y en su opinión, nada debía resistirse al pintor de la vida moderna, por aparentemente insignificante que fuera, del mismo modo que bufones o viejas friendo huevos no escaparon a los pinceles de Velázquez.
Baudelaire señaló también la fluidez y la volatilidad como símbolos distintivos de la vida y el arte de su tiempo; “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
En relación al París de Napoleón III, escenario privilegiado de ese advenimiento de la modernidad, hay que subrayar que entonces fue objeto de remodelaciones soberbias ideadas por el barón Haussmann que afectaron al perímetro de la vieja ciudad. Proliferaron las avenidas anchas que facilitaban el tráfico. El resultado fue una especulación inmobiliaria sin precedentes y una libre y rápida circulación de mercancías y personas en todas las direcciones.
La multitud se reveló como el verdadero rostro de la ciudad moderna, como su seña de identidad, y Baudelaire en su obra convirtió en el fundamento de una época lo que había sido una necesidad suya: la calle, la vida urbana, eran su refugio frente a problemas económicos y amorosos, aunque él era consciente de la fragilidad de esta resistencia callejera.
Los pintores de entonces se hicieron eco de este nuevo protagonismo de la multitud, y también los literatos: precisamente “La multitud” fue el título de un relato esencial de Edgar Allan Poe dedicado a la biografía alucinante de ese nuevo habitante urbano, el hombre-gentío, que no sabe vivir si no es formando parte de la masa.
También Walter Benjamin, como sabemos, reflexionó sobre los elementos constitutivos de la ciudad moderna y citó entre ellos el hecho de que permanecía viva día y noche; la quietud no tenía lugar. Justamente París fue una de las primeras ciudades donde se instaló la iluminación moderna, y esa ciudad en construcción fue tema también del poema en prosa de Baudelaire Los ojos de los pobres.
Volviendo a él, el poeta decía que el gozar de las multitudes es un arte del que no todo el mundo puede participar. No fue el único en advertirlo: Víctor Hugo había elevado a las masas a la categoría de arte, desde un enfoque social y político en su caso.
Al intentar ofrecer imágenes brillantes y cautivadoras sobre lo que el artista moderno debía captar, Baudelaire no citaba a Manet o Monet, sino a un modesto dibujante al que llama C.G porque es un humilde cronista de la vida de su tiempo que disfruta del anonimato. Según el escritor, era más hombre de mundo que artista y traducía de forma sistemática e instintiva los temas contemporáneos.
Tomar como modelo a este dibujante de viñetas suponía, por parte de Baudelaire, una provocación consciente: Manet estaba demasiado pendiente entonces de Velázquez y de los pintores barrocos y aún no había pintado su Música en las Tullerías, que sí que recoge algunos aspectos formulados por el poeta en su ensayo.
En conclusión, el pintor de la vida moderna, según Baudelaire, debía hurtar sus imágenes vitales, narrativas y fugaces al cosmos de la ciudad contemporánea. El perfecto observador de la vida de su tiempo debía experimentar el goce inmenso de encontrar su hogar en la multitud, en el movimiento, lo ondulante y fugitivo. Está en casa en todas partes siempre que pueda otear ese pulso dinámico.
Las nuevas avenidas de Haussmann podrían ser el perfecto escenario de su aprendizaje visual. Ese sujeto es a la vez espectador y espectáculo, un ornato del paisaje de la ciudad y un naturalista ambulante. Como el propio Baudelaire, se caracteriza por sus modales exquisitos y por su indumentaria elegante, emulando al aristócrata y al gentleman británico, así como por su devoción a los periódicos, que también experimentaron las repercusiones de la transformación de la ciudad moderna como ágil medio de comunicación.
El pintor de la vida moderna, según Baudelaire, debía captar las imágenes vitales, narrativas y fugaces de la ciudad contemporánea
Mientras que el mundo antiguo se había caracterizado por la posibilidad del retorno, del regreso al ethos clásico o casa original –como Ulises volvió a Ítaca- el hombre moderno (hombre entendido siempre como persona) está impelido a dirigirse siempre hacia adelante, la mirada retrospectiva no parece tener cabida.
Ello impide la nostalgia; lo vemos en el Fausto de Goethe y en los Sonetos a Orfeo de Rilke.
Al igual que Orfeo tuvo que habitar en el no lugar, ni junto a los vivos ni junto a los muertos, también en París comenzaron a surgir no lugares: zonas de tránsito, encrucijadas y pasajes intermedios entre las calles. Quienes por ellos pasean son evanescentes, todo debe moverse. Ya decía Alfred Delvaux que “el hombre debe descansar de cuando en cuando, pero no tiene derecho a dormir”.
PASEO Y OBSERVACIÓN
Hablando de paseantes, Manet era en realidad el perfecto flâneur: poseía educados modales, pero también escandalizaba a la burguesía, y tomaba notas visuales sin dejar de caminar.
En Cantante callejera (1882), retrata a una mujer que sale de un cabaret cuyo interior se entrevé. Ella lleva en su mano izquierda una guitarra y el pliegue de su vestido parece indicar su oficio. Está ausente en esta obra todo sentimentalismo romántico.
Los boulevares crearon una nueva escena primaria digna de convertirse en tema artístico: un lugar donde los amantes podían tener intimidad sin estar solos. Fueron fundamentales en la concepción moderna del amor, y Baudelaire se ocupó de subrayar ese universo público y privado nacido en las calles cuando estaba surgiendo.
En los barrios menos favorecidos también se abrieron grandes espacios que permitieron a sus vecinos ver el resto de la ciudad y, a su vez, ser vistos, un gesto revolucionario que no impidió que las diferencias sociales se ahondaran: la pobreza se manifestó en su desgarradora crudeza balo la recién estrenada luminosidad de la ciudad. Prostitutas, desherados y delincuentes conviven con burgueses y flâneurs y podían mirar y ser mirados, también en el arte, de la mano, por ejemplo, de Degas, Daumier o el propio Manet.
Su Música en las Tullerías es una apuesta decidida por la modernidad. Los Jardines de las Tullerías se abrieron al público en esta época y se convirtieron en el lugar por excelencia de eclosión de la vida mundana de entonces.
Entre los retratados por Manet figuran poetas, pintores, músicos y el propio Baudelaire, cuyo rostro el pintor –se cree- borró por enfado o quizá tomando conciencia de su idea de belleza efímera. Nada en el cuadro, pese a su título, hace presagiar la presencia de música, salvo la figura de Offenbach, aunque nada hay más musical que el continuo solaparse de unos y otros personajes. Se evoca La vie parisienne de ese compositor.
Otra gran pintura eminentemente urbana de Manet es su Folies Bergère, un comentario moderno y respetuoso al juego de miradas de Las Meninas. Uno de los reyes de aquel café era Aristide Bruant, que luego lo sería del Moulin Rouge.
En esta obra el individuo adquiere cuatro roles: ojo, mente, carne y espectador. La aparición del público es un fenómeno moderno dado por un nuevo concepto de libertad. En Las Meninas, en cierto modo, se había adelantado el surgimiento de ese renovado espectador, que en la obra de Velázquez entraba a formar parte del teatro del poder.