Puede que sea uno de los artistas contemporáneos cuya consideración crítica haya evolucionado más en breve tiempo; también uno de los autores que más profundamente han marcado nuestra forma de estudiar la historia del arte anterior a la luz de su pintura. Guillermo Solana ha explicado hoy que era un viejo anhelo de los responsables del Museo Thyssen dedicar una muestra a Balthus, pero la completa retrospectiva que le brindó el Reina Sofía en 1996 había frenado hasta ahora esas intenciones. La ocasión de retomar aquel propósito llegó de la mano de la Fundación Beyeler de Basilea, que propuso al centro madrileño sumarse a la antología del francés en la que ellos estaban trabajando (y que ya pudo verse en Suiza, hasta el pasado enero).
Las mismas interpretaciones y lecturas, variadas y discutibles, a las que su obra ha dado pie las ha generado también su trayectoria: en Francia se extendió la idea de que, tras su primera individual en la Galería Pierre en 1934 (en la que su pintura sorprendió, pero no llegó a venderse), Balthus se retiró de la escena pública hasta su decisiva gran muestra en el Pompidou, en 1983-1984. No fue del todo así, porque se sucedieron varias exposiciones suyas con menor eco en ese medio siglo, pero sí podemos decir que entonces el pintor era desconocido para muchos, aunque -ha dicho hoy Solana- ilustre para unos pocos.
En el fondo, al margen de su popularidad, quizá Balthus haya sido siempre carne de admiración de minorías clarividentes, aunque ha tenido una recepción más amplia en Estados Unidos, seguramente gracias al impulso del galerista Pierre Matisse. De hecho, nada menos que el MoMA le brindó otra individual en Nueva York entre 1956 y 1957, cuando el mismo museo dedicaba otra muestra a Pollock, y la crítica de entonces dio la misma relevancia a ambas. También se refería al estilo de Balthus como duro y realista y llegaba a atribuir a su obra connotaciones mágicas.
En 1968 llegó a la Tate, con una nueva retrospectiva, pero la muestra del Pompidou en los ochenta marcó época (quizá lo siga haciendo). A partir de esa presentación parisina, Balthus le sirvió a los artistas adscritos a la posmodernidad para generar nuevas interpretaciones, como decíamos, de la historia del arte anterior y aunque hoy no sigamos contemplando el renacimiento o a los realistas franceses desde su mirada, su producción no ha perdido vigencia: podemos considerarlo un contemporáneo nuestro, pese a que su carrera despegó en los veinte.
A diferencia de la mayoría de los pintores de su generación, dejó a un lado la dicotomía entre lo figurativo y lo abstracto para interpelar al espectador con sus narraciones y su sentido del tiempo, tanto en sus célebres escenas de instantes congelados como en las pinturas en las que se zambulle en el pasado artístico, de Piero della Francesca a Cézanne, a quienes, a su modo, actualizó. Otro de los autores, en este caso coetáneo, a quien más admiró fue a Giacometti: afirmó trabajar bajo su mirada estimulante, aunque su idea propia de la pintura no encajara en ninguna tendencia.
No quiere decir esto que viviese ajeno a las corrientes artísticas de su tiempo (incorporó a su obra novedades de los movimientos figurativos de los veinte y los treinta), pero lo hizo de forma natural, huyendo de premeditaciones. Sus figuras no se nos muestran atrapadas en un contexto histórico, en un vanguardista juego de planos o entre intersecciones de líneas duras o de manchas de color, sino sumergidas en atmósferas oníricas en las que una violencia soterrada amenaza levemente la calma aparente.
Son 47 las pinturas de Balthus, correspondientes a todas sus etapas, que exhibe ahora el Thyssen y una quincena de ellas son inéditas en España (otras quince ya se vieron en el Reina Sofía). Respecto a la muestra de Basilea, se repiten cuarenta: cinco no han podido viajar y en su lugar veremos una docena que no se expusieron allí. Son los comisarios de esta antología Raphaël Bouvier, Michiko Kono y Juan Ángel López-Manzanares; este último ha recordado hoy que Balthus creció en un ambiente propicio tanto al oficio artístico puro como a la divagación creativa: su padre era historiador del arte; su madre, pintora y, tras separarse, ella mantuvo una relación con Rainer María Rilke, quien se preocuparía de su formación intelectual. Por cierto, el poeta publicó sus dibujos, cuando Balthus solo contaba doce años, en el libro Mitsou: quarante images par Baltusz (y de ahí el apodo que pervivió).
Quizá porque en sus primeros años pudo vivir en un ambiente cultural rico y acercarse a la creación desde la autenticidad, se mantuvo siempre contrario a la pseudointelectualidad ligada a cierto arte contemporáneo que despreciaba la naturaleza y exaltaba la individualidad: él quiso acercarse al misterio de lo sencillo y que su trabajo reflejara la noción, en su caso medular, de “lo abierto”: ser y estar en el mundo era para Balthus formar parte del todo, más allá de barreras de tiempos y lugares pero, a su vez, sin perder de vista la conciencia de la muerte. Para Balthasar Klossowski, como para otros artistas que conocieron también las dos guerras mundiales, la pintura era un asidero frente a la destrucción, garantía única de lo bello.
Antes nos hemos referido a Piero della Francesca, Cézanne y Giacometti; también influyeron en su obra el arte japonés, que conoció gracias a libros de ilustraciones (y ahí queda su autorretrato orgulloso como rey de los gatos); otros primitivos italianos, Poussin, Courbet, Chardin o el arte popular. Bonnard fue uno de sus primeros maestros, pero los que de verdad lo serían se encontraban en el Louvre.
Esas figuras de referencia para Balthus, podemos deducir, tuvieron en común su deseo de identificarse con los motivos que representaban, sin caer en la mera mímesis. Del mismo modo, Balthus no mira con nostalgia ni los paisajes ni las infancias o adolescencias que se desvanecen, sino que las entiende como parte de un todo con el que cualquiera puede entrar en comunión; un todo sin tiempo ni lugar.
Entre los trabajos reunidos en el Thyssen, solo óleos y muchos de ellos obras esenciales, sobresalen La calle (una de las piezas que llega a España por vez primera) y la genial Teresa soñando; también la única de sus obras en la colección Thyssen, La partida de naipes, objeto de un estudio técnico previo a esta exposición cuyos resultados podemos ver en el vídeo que la cierra. La articulación de las obras es cronológica, al igual que en Basilea, aunque allí pudieron contemplarse bajo la luz natural con la que al pintor le gustaba trabajar.
La mayor parte de las piezas corresponden a sus retratos de niñas que caminan hacia la adolescencia, o de adolescentes en transición hacia su edad adulta, pero abren la muestra obras tempranas que son paisajes y naturalezas muertas mucho menos definidas en sus contornos. En ellas el espacio pictórico parece convertirse en escenografía en la que se invita al espectador a entrar, rasgo que continuó desarrollando después.
Y tampoco dejó nunca de llevar sus pinturas más allá de las convenciones: su clasicismo en lo formal la permitió provocar por otras vías, a través de visiones psicológicas, sueños e insinuaciones complejas, de interpretación casi nunca evidente. Era consciente de que sus imágenes no podían producir indiferencia: fascinaran o generasen rechazo, su deseo era que perturbaran: por la teatralización de lo psicológico, el intimismo o la introducción de lo trágico o lo veladamente erótico en lo cotidiano.
Entenderemos mejor sus retratos infantiles partiendo de su inspiración en cuentos populares, sobre todo la Alicia en el país de las maravillas de Carroll y Pedro Melenas de Heinrich Hoffmann. Sus figuras, ensimismadas o hastiadas, reclinadas, prolongan el tiempo… con su inacción. En palabras del artista, inmovilizarlas en el acto de leer o soñar es prolongar el privilegio de un tiempo entrevisto. El libro, entonces, es una llave que permite abrir el cofre misterioso con perfumes de la infancia.
Pero haya o no libro, sobre todo cuando no lo hay, en esas niñas hay tanta inocencia como abismo; su infancia y la de todos de algún modo queda en Balthus suspendida, hecha eterna en ese letargo propicio a caer en mundos interiores. Hay más reflexión y vértigo vital en ellas que picardía: Se ha dicho que mis niñas desvestidas son eróticas. Nunca pinté con esa intención, que las habría convertido en anecdóticas. Superfluas. Porque yo pretendía justamente lo contrario, rodearlas de áurea de silencio y profundidad.
“Balthus”
MUSEO NACIONAL THYSSEN-BORNEMISZA
Paseo del Prado, 8
Madrid
Del 19 de febrero al 26 de mayo de 2019
OTRAS NOTICIAS EN MASDEARTE: