Dice Anthony Hernández que, cuando tienes los ojos abiertos, ves la belleza en todas las cosas. Este artista nacido en Los Ángeles viene cultivando ese espíritu, el de la curiosidad por el entorno, desde que, de niño, prefería ir a la escuela caminando en lugar de coger el autobús, pero su labor fotográfica la inició en los setenta, tras padecer la guerra de Vietnam y ser testigo de nuestra fragilidad.
Nunca le ha interesado acercarse en sus imágenes a una belleza convencional, sino que la ha encontrado en lo abandonado por nuestra inacción y por nuestra mirada: entornos urbanos inutilizados, parajes desolados, personas sintecho. Podríamos considerar muchos de sus trabajos como poemas visuales, como hoy ha afirmado Nadia Arroyo, nueva directora del área de Cultura de la Fundación MAPFRE en sustitución de Pablo Jiménez-Burillo.
Esta institución presenta ahora la primera retrospectiva europea del fotógrafo, organizada en colaboración con el SFMoMA y bajo el comisariado de Erin O´Toole; se trata de una muestra que presta atención a su constante y sólida evolución, serie a serie, porque no dejó nunca de introducir cambios en formatos y color y de encontrar nuevos motivos de inspiración. Sin embargo, atendiera a paisajes, desechos, arquitecturas o individuos, encontramos en Hernández intereses recurrentes: el lado más auténtico y genuino del ser humano, el que se despliega cuando siente no ser mirado y a veces se manifiesta incluso en su ausencia, y la citada belleza de todo aquello de lo que nos hemos desentendido.
O´Toole descubrió el verdadero potencial expresivo de su obra durante la preparación de una muestra sobre fotografía californiana en el San Francisco Museum of Modern Art, de la que sus imágenes formaron parte (este autor se integró ya en las colecciones de ese centro en los setenta). Advirtió que se trataba de un autor prolífico, valioso y respetado por la crítica, pero al que se le resistía el reconocimiento amplio que merece; de hecho, muchas de las copias que forman parte de esta exposición son inéditas.
Autodidacta, formado solo en los rudimentos de la fotografía, Hernández ha transformado una y otra vez, como decíamos, sus perspectivas y sus modos de mirar, pasando del blanco y negro al color y de la pequeña a la gran escala, pero nunca ha padecido un atasco creativo: siempre ha encontrado nuevas personas y objetos olvidados en los que fijarse y maneras distintas de aproximarse a ellos. Aunque ha trabajado en varios países (de la muestra forma parte una imagen tomada en El Retiro en 1971, la última vez que Hernández pasó por Madrid), su ciudad natal de Los Ángeles ha sido su gran tema y su estudio, o más aún, un personaje.
Ha sabido encontrar el encanto de sus espacios vacíos y decadentes, olvidándose por completo del brillo de Hollywood. Nunca, ni siquiera en sus inicios, se fijó en lo evidente: comenzó fotografiando los rostros de quienes paseaban por el centro en sus instantes de mayor naturalidad, despojados de pose; también las playas, espacio de relajación y espontaneidad. Es inevitable relacionar estas imágenes con la fotografía callejera de Winogrand, Robert Frank o Friedlander, pero en esta época nuestro autor apenas los conocía.
Evolucionaría hasta consolidar su propia voz convirtiendo su ciudad en género, y lo hizo llevando consigo una aparatosa cámara Deardoff que no agilizaba su labor pero que provocó que sus perspectivas se ampliaran y el fotógrafo comenzara a fijarse en la dureza y frialdad de los espacios urbanos, en su nula adaptación a las necesidades de las personas. A fines de los setenta y principios de los ochenta retrató así paisajes con coches desguazados, áreas de transporte o de uso público y cotos de pesca en los que no solo hacía patentes las cualidades visuales de la zona sur de California, sino también su aguda desigualdad social.
Una de las pocas ocasiones en las que decidió Hernández no atender a lo abandonado fue en 1984, fotografiando Rodeo Drive. En la serie del mismo nombre introdujo por primera vez un color que ya no abandonaría; lo que sí dejó de lado con ella fue la presencia (solo física) de la figura humana. Consumidores vestidos para ser mirados pasean entre boutiques prohibitivas, constituyendo el reverso social de la mayor parte de su producción, protagonizada por lo y los humildes.
En adelante, las personas solo se harán presentes en su obra a través de los rastros: balas en campos de tiro, provisiones de quienes viven en la calle formando bodegones de la necesidad, fragmentos de espacios caóticos que él humaniza apelando a los ausentes y a una mirada casi arqueológica. Incluso cuando acudió a Roma no adoptó Hernández la arquitectura clásica como motivo fotográfico: lo monumental está al alcance de todos, no así las ruinas de la ciudad moderna: ventanas, paredes, huecos y vallas cuya geometría y soledad, productoras de abstracción, lo sedujeron.
Solo adoptando su continua mirada a lo dejado y pequeño podemos entender que bautizase poéticamente como Todo su serie dedicada al vertedero en el que han quedado convertidas las orillas del río Los Ángeles, donde él jugó de niño, y que llamase igualmente Para siempre a las vistas del exterior que los sintecho perciben desde sus asentamientos provisionales: escenarios/temas que sugieren, además, inmutabilidad.
Una de las series en las que mayor atención ha concedido a la luz ha sido en la más reciente Descartes, en la que regresó al paisaje natural y a las vistas amplias fotografiando lo que queda del sueño residencial previo a la crisis en los desiertos que rodean Los Ángeles. Captó construcciones, áreas o aparcamientos a medio hacer que podrían acoger el rodaje de películas distópicas pero que también son terreno, por su vaciedad, para todas las posibilidades.
Las últimas fotos de Hernández expuestas en MAPFRE, Imágenes filtradas, resguardan sus motivos tras tramas de metal perforado: el presente en muchas paradas de autobús. Los espacios ya no son vastos, sino comprimidos, y el detalle ha sido sustituido por la mancha.
Varias de las obras ahora expuestas en Madrid, en un montaje más íntimo, según el artista, que el americano, podrán verse al cierre de esta muestra en la Bienal de Venecia junto a algunas más. Lo contaba Hernández con franca alegría: la del que disfruta con la magia de compartir sus encuentros con esos pedazos de Los Ángeles que nadie mira; dice que observar la ciudad le encantaba y sigue encantándole y que cuando contempla sus fotos pasadas regresa, sin esfuerzo, al momento en que las tomó.
Anthony Hernández. “Una mirada desconcertante”
FUNDACIÓN MAPFRE. SALA BÁRBARA DE BRAGANZA
c/ Bárbara de Braganza, 13
Madrid
Del 31 de enero al 12 de mayo de 2019
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