Vilariño o la calma

Camino de Liquen Negro se expone en Gijón

Gijón,
Manuel Vilariño. Black Beach, 2008
Manuel Vilariño. Black Beach, 2008
Manuel Vilariño. Animal insomne 2, 2007
Manuel Vilariño. Animal insomne 2, 2007

Los buenos conocedores de la fotografía de Manuel Vilariño sabéis que sus imágenes trascienden la mera belleza visual, aunque esta sea evidente: sus paisajes, naturalezas muertas o retratos de animales, de composición muy cuidada y casi siempre clásica, contienen referencias filosóficas y un sentido poético agudo que el estudio meticuloso de pliegues, colores o texturas no enfría sino que acentúa. Él mismo, poeta además de  artista, lo ha reconocido alguna vez: Mi fotografía no existiría si no existiera la poesía, porque es un todo indivisible.

El que fuera Premio Nacional de Fotografía en 2007 presenta, entre el 28 de octubre y el 13 de diciembre en el espacio Bea Villamarín de Gijón, “Camino de Liquen Negro”, un proyecto en el que la naturaleza y el mundo animal lo son todo pero que trae a nuestra memoria también sus bodegones, por el dramatismo y la austeridad presente en su producción independientemente de la temática abordada y porque sus animales, a veces muertos, conectan con la tradición de las vanitas, sus plumas, pelos y pelajes.

Aunque estas fotografías son fruto de la observación lenta del paisaje que posibilita la elección de luces, encuadres y espacios adecuados a sus propósitos, no encontramos en ellas asomo de pintoresquismo ni de interés científico o documental; estas naturalezas sirven, como el conjunto de la obra de Vilariño, a propósitos más abstractos: crear imágenes que transmitan verdad, que nazcan de su profunda comprensión del paisaje y que nos inviten a introducirnos en él tras contemplarlo sin prisa y elegir nuestro mejor enfoque sobre él, el que nos permita entrar en la fotografía y salir de ella después.

Manuel Vilariño. Diario de invierno. Desde 2009
Manuel Vilariño. Diario de invierno, desde 2009

Lo explica así Alberto Ruiz de Samaniego: Vilariño nos propone una forma de aproximación que participa, al tiempo, del juego del alejamiento. El juego de lo lejano y lo próximo es el modo – o mejor: el vuelo- de su poética. La indecisión o el temblor es lo que relaciona esta cercanía exterior, o esta intimidad lejana. Por ello los elementos de sus paisajes son prácticamente insituables, nunca dados de forma terminante en un lugar y un tiempo; cada uno abriendo su propia campana de espacio, y de duración. La dimensión de la imagen fotográfica siempre ha sido en Vilariño un ámbito de meditación, como en sus bodegones: la mirada se abre a los espacios elementales con especial lentitud, recoge con demora todas y cada una de las partículas radiantes de lo que, vivo, se ilumina y transcurre en el espesor de una propagación tras las tinieblas.

Los paisajes de Vilariño, la frontalidad desarmante de sus animales, funcionan también como signos o trazos de una hipnosis. El detalle suave, aterciopelado, de los negros, las texturas como de grafito de sus grises, la mirada próxima de sus criaturas, devoran el ojo. La imagen entonces se abre como un amanecer, o como una boca profunda. De nuevo, es el lugar o el organismo mirado que se proyecta entero como una constelación, como un continente, insondable. Proximidad de lo lejano, como el vuelo de un pájaro, transfigurado en su caída, en su desaparición que es un destello y, al tiempo, ya una sombra. Pues es grande y misterioso el territorio de intimidad que Vilariño guarda con las aves – como con las aguas, y con el fuego-. Acontecimientos puros, cualidad casi intangible del vuelo y de la espuma, del resplandor y el aire. Del fulgor.

Comentarios