La conexión francesa del cine burlesco: Jacques Tati, hijo de Linder

25/09/2020

Dos antiguos socios del pionero D. W. Griffith, autor de Intolerancia o El nacimiento de una nación, fueron impulsores del cine burlesco americano: Mack Sennett y Chaplin, pero el gran precursor del género fue un actor cómico francés, Max Linder. Este debutó en 1905, pero sería en los años diez cuando alcanzó gran éxito.

Gestó un personaje muy característico (un joven dandy, con bigote, chistera y levita) que inspiraría a Chaplin para su Charlot, como él mismo reconocería: de hecho se refirió a Linder como su maestro. Desde Los comienzos de un patinador (1907) hasta Siete años de desgracia, el galo se impuso en las pantallas mudas, sembrando risas entre espectadores de todo el mundo. Hizo giras europeas y americanas e interpretó en Hollywood, a comienzos de los veinte, tres filmes que fueron célebres: la citada Siete años de desgracia, Sea usted mi mujer y Los tres mosqueteros, considerada su obra maestra. No hubo tiempo para más: falleció en 1925, suicidándose junto a su esposa.

Sennett levantaría, con su firma Keystone, integrada en Triangle desde 1915, el burlesco americano, el que entendemos por género cómico tradicional. Sus series lanzaron a las conocidas bañistas (bathing-girls), entre las que debutaron actrices como Gloria Swanson o Marie Prévost y un equipo de cómicos de los que también oiríamos largamente hablar: de Chaplin a Roscoe Arbuckle pasando por Harold Lloyd, Harry Langdon, Charlie Chase, Ford Sterling y sobre todo Buster Keaton. Además, con el burlesco americano apareció el primer cine social, protagonizado por personajes tipo.

De la mano de Sennett, canadiense, muchos aprendieron el oficio. Dejaba gran libertad a sus primeras figuras y él mismo improvisaba muy a menudo. Decía Leprohon que “montaba sketches con una rara inteligencia, creando un verdadero estilo, superior al de sus maestros franceses, debido a lo vigoroso del ritmo, a la audacia y la originalidad de los gags y a su sentido del movimiento”.

Charles Chaplin. Modern Times, 1936. Modern Times © Roy Export SAS
Charles Chaplin. Tiempos Modernos, 1936. © Roy Export SAS

El más genial artista del cómico sería, sin embargo, Chaplin, eterno vagabundo y creador inigualable (director, actor, guionista, músico y también productor de sus propias películas). Concibió un personaje inmortal que terminaríamos identificando con su persona y que, se ha dicho, reunía creaciones universales del espíritu humano: era a la vez judío errante, Prometeo, Don Quijote y Don Juan.

De origen británico e hijo de actores, sufrió una infancia difícil en Londres (la evocaría en El chico, cuyo protagonista también parece salido de una novela de Dickens) y alcanzaría el estrellato con obras esenciales como La quimera del oro (1925), Luces de la ciudad (1930) y Tiempos modernos (1935), todas ellas mudas, aunque ya en la época del cine sonoro también nos brindaría obras magistrales.

Con su característico bigotillo, su sombrero hongo, el pantalón caído, el bastoncillo de junco y su levita estrecha, protagonizaba historias sencillas, llenas de humanidad y poesía, en las que su personaje es injustamente utilizado por los demás mientras él es capaz de sacrificarse por todos, con el fin de que sean felices, para finalmente desaparecer en el horizonte (alguna vez lleno de esperanza). Su cine es atemporal porque su inmensa expresividad no necesitaba de la palabra (las imágenes hablan solas), ya que la mímica de los actores, sobre todo la del mismo Chaplin, bastaba para transmitirnos emociones íntimas.

Su cine fundía realidad y fantasía, lirismo y tristeza, emoción y patetismo… sin estar exento de contenido social y político, poco apreciado en su tiempo. Y estaba realizado con tanta precisión fílmica y estética que entusiasmó a los entendidos entonces y al público posterior.

Quizá menos comprendido que Chaplin, pero de altura no menor, Buster Keaton fue el otro gran artífice del burlesco tradicional. Figura en absoluto convencional, que perdura también en nuestro universo fílmico pese a su olvido en la primera etapa del sonoro, este humorista y filósofo, absurdo, ingenuo, triste y humano, es todo un símbolo de comicidad y ternura.

Con sus obras datadas entre 1923 y 1928, alcanzó su cumbre como creador: hablamos de La ley de la hospitalidad, El navegante, El maquinista de La General y El cameraman. Frente a la gran humanidad de Chaplin, Keaton nos resulta extrahumano, lunar, aunque, decía Jean Mitry, quizá más específicamente cinematográfico.

 

Keaton y Chaplin influirían en toda una generación coetánea y posterior (Laurel y Hardy, los Marx…) que ha perpetuado el género de la risa. Y en Francia Jacques Tati, Pierre Etaix y Robert Dhéry continuaron el burlesco tradicional que inaugurara su compatriota Linder.

Aunque pertenecen a la época sonora, cabe incluirlos como herederos del estilo mudo y, entre ellos, Tati fue el más genial e intelectual, un auténtico observador crítico de la primera sociedad de consumo. No había desaparecido con Linder el único cómico de la pantalla francesa.

Nacido en Le Perq en 1908, Tati, antes de dedicarse al cine, estudió en la Escuela de Artes y Oficios y trabajó como fabricante de marcos. En su tiempo libre, llegó a ser campeón de rugby, jugador de tenis y boxeador.

En 1932 debutaría en el music hall y pronto destacó en números de pantomima deportiva. Interesado por el cine, antes que director fue actor y guionista en cortos cómicos (Oscar, champion de tennis; On demande un brute, Gai dimanche, Soigne ton gauche y Retour à la terre) para desempeñar, además, pequeños papeles en dos películas de Autant-Lara: Sylvie et le fantôme y Le diable au corps.

En 1947 escribió, realizó e interpretó el corto L´école des facteurs y ese mismo año inició su primer largo como director-autor: Jour de fête, fantasía sobre un cartero rural muy original.

Jacques Tati. Las vacaciones del Señor Hulot, 1953
Jacques Tati. Las vacaciones del Señor Hulot, 1953

Después llegó Las vacaciones del Señor Hulot, su consagración y obra con la que perfiló definitivamente su célebre personaje: desgarbado, ingenuo, también egocéntrico, inconformista y atolondrado. Se aprecian en él influencias de Buster Keaton y Chaplin, pero no pierde por ello su singularidad. Desciende, en el fondo, directamente del maestro Linder.

Tras ese gran éxito, preparó concienzudamente su obra quizá maestra: Mi tío, que le confirmó como gran autor cómico moderno y le valió un Oscar en 1958. Progresivamente, Tati-Hulot evolucionaría hacia un realismo más crítico con su sociedad contemporánea y mecanizada en obras como Playtime, Trafic y Parade, su último trabajo.

Sus filmes se espaciaron en el tiempo por la dificultad de encontrar productores que confiaran en él y por sus reiteraciones temáticas y estilísticas y fueron un tanto minoritarios por su elaboración intelectual: conserva los mecanismos de lo burlesco, pero no hay en ellos nada irracional. La vida y la sociedad se ofrecen a quienes los saben ver.

Consideraba Tati que, a mediados del siglo pasado, el cine cómico no había perdido vigencia, que el público tenía aún capacidad de reír y quería hacerlo y que él seguiría ofreciéndoselo mientras el mundo mecanizado no devorara la hilaridad. Opinaba que este cine evolucionaría hacia el realismo, poco presente en el cine cómico anterior, y trató de reflejar las dos caras de la vida: la risueña y ligera y la triste, dando más importancia a la imagen y el sonido que a los diálogos, apenas presentes en sus filmes.

Consideraba Tati que, a mediados del siglo pasado, el cine cómico no había perdido vigencia, que el público tenía aún capacidad de reír y quería hacerlo y que él seguiría ofreciéndoselo mientras el mundo mecanizado no devorara la hilaridad.

El sonido le servía, justamente, para centrar la atención del espectador en los efectos visuales y apoyar la construcción de la imagen: mímica y gestos reemplazaban la palabra y apoyaban el valor de la pura imagen fílmica.

Trabajaba tras observar la realidad, el sentido de la vida de sus vecinos, mirando a la masa y atendiendo al diálogo popular… y de esa observación obtenía filmes en los que el público apenas apreciaba construcción dramática, porque todo en ellos era cotidianidad, vida moderna y detalles corrientes.

Hulot, entendía Tati, podía ser un señor cualquiera con el que toparnos por la calle. Alguien con quien quizá nos recomendarían no cenar por si hace de las suyas…, pero con quien tener amistad.

 

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