Green Book: el irresistible encanto de lo predecible

07/02/2019

Green Book. Peter FarrellyDe amistades entrañables entre personas y seres bien distintos está el cine reciente y pasado bien poblado, y sin embargo… la experiencia nos sigue demostrando que las afinidades improbables, desarrolladas en el contexto y en los tonos adecuados, siguen siendo la perfecta raíz de tramas que, por lo demás, pueden caminar por rumbos muy distintos, como la crítica social, la reflexión sobre la identidad o sobre la necesidad de tolerancia.

Ese es el caso de Green Book, último filme de Peter Farrelly, el director detrás de Algo pasa con Mary, Dos tontos muy tontos o Yo, yo mismo e Irene; esto es, un buen conocedor de las fórmulas argumentales simples y desgastadas. Con él ha sucedido lo extraordinario: no solo un relato de trama y desenlace esperables nos mantiene en vilo, nos hace reír y nos emociona, sino que ha creado una película que es en sí misma un estado de ánimo en el que las buenas intenciones no excluyen el humor políticamente incorrecto. Hace compatibles la denuncia del racismo, y del rechazo en general al diferente, con la mirada tierna hacia quien mantiene esos prejuicios por inercia y logra evolucionar, y lo consigue con agudeza y con inteligencia, de modo que no podamos reprochar ni excesos de buenismo ni falta de interés.

Su cartel, los roles de los protagonistas como conductor y conducido y el relato de una amistad interracial en la etapa decisiva de lucha por los derechos civiles de los sesenta unen, inevitablemente, a Green Book con Paseando a Miss Daisy; es obvio que Farrelly no esquiva esa referencia, pero su historia se inspira en una real (tanto que su guionista, Nick Vallelonga, es hijo del personaje al que da vida Viggo Mortensen) y, además de abordar el asunto de la igualdad racial, abre muchas meditaciones posibles: sobre la capacidad transformadora de la educación y la del afecto y qué ocurre cuando uno u otro falta; sobre la desigualdad social y lo que tienen en común y lo que no los discriminados por su color y por su economía, sobre las oportunidades, el poder de la cultura, lo que nos sitúa dentro de unos determinados colectivos y sobre los sentimientos de soledad y pertenencia.

Los protagonistas de la obra de Farrelly son Tony Lip, un italoamericano del Bronx que mantiene a duras penas a su extensa familia, de personalidad dura, un tanto violenta y primaria pero de buen corazón, y Don Shirley, genio negro del piano y hombre hecho a sí mismo, culto, autoexigente, refinado y solitario. Va a emprender una gira por el sur de Estados Unidos y contrata a Lip como chófer, con la esperanza (acertada) de que le defienda de la violencia que puede sufrir fuera de los escenarios, porque ese es otro asunto importante al que se refiere Green Book: la hipocresía que hizo que el pianista al que se aplaudía no pudiera compartir con su público baño o mesa en el restaurante (o la que hoy hace que aceptemos en mejor o peor grado al inmigrante según su cartera o su pericia con un balón de fútbol). Los dos poseen lo que al otro le falta; lo que, en un principio, ninguno es consciente de necesitar.

La sintonía no nació al principio, hubo que trabajarla: ambos mantienen posturas altivas y transmiten una seguridad (quebradiza) en sí mismos hasta que advierten que hay todo un mundo más allá de su entorno conocido en el que aún tienen que aprender a hablar y a caminar. Sus personalidades se complementan, pero los roles evidentemente se han transformado: Don es negro, educado, rico y triunfador; Lip, blanco y trabajador precario; ninguno de esos papeles por sí mismo es nuevo, pero juntos sí suponen una apuesta nada habitual por lo diverso, por la apertura de nuestros enfoques.

Para lograr su objetivo, Farrelly no ha necesitado, sin embargo, recrearse en el dolor de las humillaciones de las que el pianista fue víctima: se suceden y se nos enseñan, pero no incide en el grito, el llanto y el drama: la tristeza y el hartazgo los notamos en sus gestos y, a medida que crece la empatía, también en los de Lip. Son el guion, medido e irónico, y las escenas costumbristas donde los dos comparten disfrute -es memorable su concierto improvisado en el bar de carretera- la gran baza del director para aleccionarnos, no tanto de lo crueles e irracionales que fuimos (que también), sino de todo lo bueno que juntos podemos hacer.

El mismo Óscar que Mahershala Ali obtuvo por Moonlight lo merecería por Green Book, este viaje transformador e iniciático, una road movie a la que la etiqueta se le queda muy corta.

 

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