Frantz, flores en el cementerio

17/01/2017

Frantz, François OzonFrançois Ozon se ha hecho experto en el manejo del desconcierto: poco tienen que ver entre sí sus películas y la última de ellas rompe por completo con las anteriores, con su humor particular y sus visiones, también muy personales, del voyeurismo y las relaciones.

Frantz es una pieza delicada cuyos personajes parecen a punto de romperse a raíz de la muerte, en la I Guerra Mundial, del joven que da nombre al filme. No lo conocemos salvo a través de los recuerdos del resto pero llega a hacérsenos muy familiar, ya que su ausencia condiciona la psicología de quienes le han sobrevivido: la cerrazón de su padre, la fortaleza y el deseo de saber de su madre, los esfuerzos primeros de su prometida por no superar esa muerte y la culpabilidad del soldado francés que acude al pueblo alemán de Frantz para conocer a su familia, tratar de pedir perdón y redimirse tras haber causado su muerte, al menos de forma directa.

El germen de la historia lo encontramos en la obra teatral de Maurice Rostand, datada en los años veinte, L´homme que j´ai tué, y sobre todo en su adaptación posterior por Lubitsch en Remordimiento, pero Ozon amplía considerablemente sus lecturas y convierte a la que fuera novia de Frantz (una estupenda Paula Beer) en el centro de la trama.

En torno al conjunto de los personajes articula un discurso antibelicista poético pero muy claro, cuestionando si las muertes de unos y otros soldados son responsabilidad únicamente suya o también de quienes los enviaron al frente y subrayando lo hiriente de las exaltaciones nacionalistas para quienes han sido sus víctimas, y se acerca además a los dolores de la culpabilidad, a la necesidad del perdón para afrontarla y de la mentira para no causar más daños; en ese sentido, pese a su juventud, el modo en que Adrien, el soldado francés, y Anna, la novia de Frantz, tratan a los padres de este son pura sabiduría.

Si Ozon no hubiese trabajado en más vertientes del drama que esas, la película sería ya notable, pero su sello personal, el que aleja su planteamiento del de Lubitsch y le hace más original, son las derivaciones de la trama surgidas del encuentro entre Adrien y Anna, cuyo rostro se debate entre el recuerdo y la vida. Aquí si podemos disfrutar de los juegos de ambigüedades sentimentales por los que reconocemos al director: los pasos hacia delante y hacia atrás de la relación entre ambos, los tormentos de Adrien y el hábil recurso estético al uso del blanco y negro y el color en función de las localizaciones y de los instantes más o menos tristes o felices nos hacen dudar del tipo de amistad que unió a Frantz y el francés, de si el noviazgo entre Anna y el soldado era realmente alegre o motivo de desdichas antes y después de la muerte y del tipo de unión que puede establecerse entre ella y Adrien. Este último asunto sí queda zanjado, porque la poética de Frantz es en buena parte la poética de los perdedores, en la guerra y en el amor.

Termina de (no) cerrar el círculo ese suicida de Manet que Ozon sitúa en París – forma parte de la colección suiza Bührle, pero no importa nada – y que en un determinado momento parece unir los destinos de Anna y Frantz, en un ejercicio complejo de referencias perturbadoras.

Esta es una película de época pero atemporal, pensada para espíritus sensibles.

 

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