Detroit 1967-2017

19/09/2017

Detroit, Kathryn BigelowEn el verano de 1967, mientras en San Francisco fumaban y hacían como que se amaban, en Detroit, en la otra punta de Estados Unidos, se desataba la violencia y el caos a cuenta del hostigamiento policial hacia la población negra. Una redada en un bar nocturno clandestino que acabó con decenas de detenidos fue la llama que desató, más que un conflicto urbano, una guerra; guerra que, como todas, venía gestándose con los años al calor de la discriminación y que llevó consigo la anulación transitoria de la compasión, la justicia y la vergüenza.

En su línea de dedicar sus películas a los episodios más traumáticos de la historia reciente de Estados Unidos y a lo complicado de domesticar la violencia una vez que esta ya campa por sus respetos, Kathryn Bigelow se ha fijado ahora en los disturbios de Detroit – hoy la sombra de lo que fue – con cierto sentido didáctico, recurriendo a actores no demasiado conocidos (solo nos suenan las caras de John Boyega como el digno Dismukes y Will Poulter como el indigno Krauss) y tomando la parte por el todo: el horror vivido en un motel de las afueras, el Algiers, como representativo de la debacle general de unos días de julio en la capital de Michigan.

El resultado es sobrecogedor y la tensión crece con los minutos: desde las detenciones iniciales en el local clandestino, que aún no anticipan la escalada de abusos que llegará después, hasta que el motel donde negros y blancas se divierten queda convertido en una casa del terror donde cunde el miedo a morir y a ver morir al resto, a ser el siguiente pero también a ser el último. El episodio, reconstruido conforme a su posible desarrollo real según el juicio posterior y los testimonios recogidos, es, como tantos en medio del caos, un desatino de principio a fin con causas ridículas y consecuencias largas y trágicas.

Policía y ejército persiguen a los francotiradores negros apostados en ventanas y tejados, una pistola de juguete les confunde y los clientes del hotel son asesinados o torturados en el proceso de intentar encontrar en el edificio armas y culpables que no existen. El desaguisado acaba con tres muertos, nervios desgarrados y sus culpables absueltos básicamente por blancos (aunque apartados de su oficio).

Es interesante, por su proyección hacia el pasado y hacia el presente, el retrato que Bigelow realiza del policía que instiga el juego sangriento: un personaje lleno de complejos y de odios, manipulador, que mueve los hilos del comportamiento de sus compañeros menos sádicos y traza el futuro de los inocentes dispuestos cara a la pared; también, desde luego, el frenético ritmo de la película, basada en una sucesión rápida de planos o panorámicas breves y de travellings que no nos dejan desviar la atención, escaleras arriba, escaleras abajo, siempre a una puerta de la desgracia.

No sabemos, salvo en el caso de la pareja de cantantes de The Dramatics, demasiados datos sobre las víctimas de esta brutalidad ajena a cualquier razón: la directora prefiere definirlos a través de sus reacciones a los golpes, la sangre y las amenazas en el cogote; los conocemos, más o menos, por el procedimiento en que Goya nos enseña a los muertos de mayo de 1808 ante los fusiles, por las expresiones que les planta en la cara el saber de su muerte próxima. Aunque aquí, como decíamos, los asesinos no tengan un único rostro ni sean una máquina de matar, sino seres vulnerables y faltos de experiencia con un arma a mano, mano larga en un contexto convulso y racista.

En uno de los momentos álgidos de represión del inocente, una chica blanca a la que se le recrimina relacionarse con negros reivindica esa libertad porque “estamos en 1967”. Han pasado cincuenta años y Detroit es, de principio a fin, una reivindicación de la actualidad del debate; el recuerdo, por la vía cinematográfica, de que la discriminación, en lo micro y en lo macro, no ha acabado. Vibrante y oportuna.

Detroit, Kathryn Bigelow

 

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