Anoxia, de Miguel Ángel Hernández: fotografía de los muertos y de los vivos

28/02/2023

Anoxia es el nombre que recibe la pérdida de oxigeno en los tejidos, principal causa de muerte de los peces y crustáceos del Mar Menor, y también el título de la nueva novela de Miguel Ángel Hernández después de El dolor de los demás (Anagrama). Esos peces muertos aparecen en la trama y desempeñan un rol: la protagonista, Dolores Ayala, elegirá fotografiarlos en un momento muy concreto de su asunción de duelos personales y de su posicionarse en un entorno en el que siempre ha vivido, pero que, ya en su madurez, le depara sorpresas.

Los de estos peces no son los primeros cuerpos sin vida que la mujer, dueña de una tienda de fotografía en horas bajas, como tantas hoy, se ha decidido a retratar; por mediación de Clemente Artés, un anciano que le suscita curiosidad primero y piedad después, accede a tomar imágenes que nunca antes había realizado: a personas fallecidas de quienes sus familiares o amigos (la primera vez, el mismo Artés) desean guardar un documento post mortem. Involucrarse en esa práctica caída en desuso, en las imágenes de la muerte -o de la casi muerte- y en la técnica del daguerrotipo, que implica otros maneras y otros tiempos de mirar y trabajar, abrirá a Dolores a algunas vidas diferentes: le llevará a asomarse a misterios familiares, a las razones de quienes atesoran este tipo de fotos, a conocer a quien se acerca a las estampas del pasado con devoción y a quien las mira como botín. Y por último le permitirá, esa experiencia, vivir de otra manera la ausencia de sus cercanos, buscar un oxígeno propio para encarar las acometidas de su propia memoria y las de gotas frías cada vez más virulentas.

En Anoxia se entrelazan hasta fundirse las indagaciones en la historia de ese tipo de fotografía, la mortuoria, que para muchos supondrá un hallazgo, con el relato de los días de Dolores, planos hasta que Artés efectúa su encargo una década después de la muerte de su marido. Será entonces cuando, imagen a imagen, placa a placa, se adentre en un modo de fotografiar con connotaciones muy distintas a las del retrato de vivos: otro silencio y otra comprensión del dolor; en su caso, primero del ajeno, el de las familias de los fallecidos, y después del propio, derivado de la muerte pero también de cargas y culpas, como iremos descubriendo.

Esos vínculos, narrativos, entre el pasado de Dolores y su presente; entre sus aprendizajes fotográficos y los descubrimientos personales y entre su propia experiencia y la catástrofe natural se desgranan en la novela muy paulatinamente y con sencillez, de manera que la que podría ser una obra de estructura compleja va revelándonos sus misterios de forma orgánica, del mismo modo que accedemos a la personalidad de la protagonista, a quien los lectores se sentirán siempre próximos.

Miguel Ángel Hernández. AnoxiaHemos charlado con Miguel Ángel Hernández sobre Dolores y Anoxia:

La protagonista de la novela, Dolores, mantiene abierto su estudio de fotografía, aunque su actividad ya sea mínima por el predominio de lo digital; como no han cerrado bastantes locales de revelado similares, aunque su funcionamiento ya no tenga que ver con el que tenían hace 25 o 30 años, y en los escaparates veamos fotos de comunión de niños que ya deben ser muy adultos. Son supervivientes. ¿Cuánto tiene de melancolía esa resistencia y qué crees que dice de nosotros que cada vez hagamos más fotografías y tengamos menos interés por tocarlas?

Hay algo, claro, de nostalgia en ese mundo que experimentamos durante tiempo y que hemos visto desaparecer. Las tecnologías de imagen con las que aprendimos a entender la vida que nos rodeaba y que poco a han sido sustituidas por otras. Hemos configurando quienes somos a través de un sistema que ya no ha dejado de existir y una tactilidad que solo resiste casi como un zombi. Hoy, nuestra relación con la imagen ha cambiado porque también ha cambiado nuestra relación con el tiempo y la materia. Las imágenes ya no funcionan como registros a los que volvemos, sino como experiencia del momento. Las hacemos más para compartir el momento que para archivarlo. Las stories de Instagram desaparecen enseguida. La foto-instante más que la foto-memoria. Lo que dice de nosotros es que cada vez importa menos la herencia y la demora. Todo es instante, aquí y ahora. Tiempo evanescente, sin cuerpo, sin materia. Por eso tocar casi que tampoco importa. Hemos vuelto a una especie de noli me tangere en la relación con el mundo. Que nada nos manche, ni nos contamine. En el fondo: que nada nos haga daño.

 

Nuestra relación con la imagen ha cambiado porque también ha cambiado nuestra relación con el tiempo y la materia. Las imágenes ya no funcionan como registros a los que volvemos, sino como experiencia del momento.

Hasta encontrar alguna entrevista en la que Carlos Areces hablaba de su colección, o alguna imagen de Julia Margaret Cameron a raíz de una exposición hace pocos años, no habíamos sabido apenas de fotografía post mortem. Seguramente su uso o su abandono dice mucho de la evolución de la sociedad que demandó esas imágenes o dejó de hacerlo. ¿Cómo decidiste llevar este asunto a una novela?

Estas fotografías nos hablan de una particular relación con la muerte, pero también tienen que ver con el modo de entender –como decía antes– la imagen, el cuerpo y el tiempo. Una relación que se ha transformado por completo. Expulsamos hoy rápidamente a la muerte de nuestra cotidianidad, para que no manche la vida. Esa expulsión es paradójica, porque lo único que sabemos con certeza de la vida (de la nuestra y de la de los demás) es que antes o después va a terminar. Así que visualizarla, naturalizarla, me parece tremendamente necesario. Quizá por eso me interesaron esas imágenes aparentemente mórbidas, pero que nada tienen de macabras. Imágenes que están sacadas de contexto en el modo en el que las contemplamos, casi como curiosidades o extravagancias de otra época. Una de las cosas que pretendía desde el principio era imaginar un contexto en el que esas imágenes volvieran a tener sentido. Imaginar un posible presente donde la tradición de recordar el último momento de un cuerpo amado no se hubiera extinguido y, además, nos hiciera pensar en lo necesario que podría ser rescatarla.

Estas fotografías nos hablan de una particular relación con la muerte, pero también tienen que ver con el modo de entender la imagen, el cuerpo y el tiempo.

¿Ha sido difícil encontrar documentación sobre estas fotos? ¿Has sabido si en España llegaron a ser más habituales en algún contexto y en algún periodo que en otros, y en qué momento decayeron?

Hay mucho más material del que uno se imagina en un primer momento. Desde el instante en que comencé a interesarme por esta práctica, empecé a comprar y acumular libros, artículos y una ingente cantidad de imágenes. En Internet es increíble todo lo que aún se puede comprar.

Fue una práctica extendida durante el último tercio del XIX. En ciudades, pero también en contextos rurales. Y prácticamente tiene un alcance global, que coincide con la difusión de la fotografía. Se ha estudiado mucho el contexto de la Inglaterra victoriana, pero también el norteamericano de finales del XIX. En Latinoamérica también hubo una tradición importante. En Asia y África, la diferente relación con la imagen hace que sea más excepcional, pero también hay ejemplos. Y en España fue muy practicada durante el último tercio del XIX y hasta bien entrado el siglo XX. La tesis de Virginia de la Cruz Lichet ha estudiado el territorio gallego, pero podría decirse que no hay lugares donde se practicara más o menos, sino terrenos más o menos estudiados. En cuanto uno se mete un poco a bucear en el pasado se encuentra numerosos ejemplos incluso en la Región de Murcia, donde encontramos al fotógrafo Fernando Navarro, cuya familia ofrecía el todo completo: desde la flores y el amortajamiento hasta la foto. Servicios funerarios con la fotografía incluida.

Son tramas muy distintas, pero leyendo Anoxia nos hemos acordado algunas veces de la cita de Benjamin que abría El instante de peligro: Articular históricamente el pasado no significa conocerlo como “verdaderamente ha sido”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un instante de peligro. Parece que la fotografía post mortem puede tener, más que la de los vivos, ese carácter de no responder del todo a lo que “verdaderamente se ha sido”, y de apropiarse de un recuerdo, porque la imagen de un ser querido fallecido es más difícil de olvidar. El peligro sería la desaparición, son la última ocasión de retrato. ¿Has podido conocer a alguien que hubiera encargado este tipo de imágenes o tuviera una relación familiar con ellas? ¿Piensas que eran personas que habían interiorizado tanto la muerte que podían contemplarla en una foto con naturalidad, casi como si fuera un momento más de una vida, o que más bien, dándole gravedad, buscaban captarla como un acontecimiento?

Como tradición, se encuentra en desuso, así es que es muy difícil que alguien encargue una foto post mortem a un fotógrafo (de ahí la extrañeza de lo que sucede en la novela). Pero sí que he conocido a varias personas que han realizado ellas mismas la fotografía del cadáver de su familiar. Algunas de ellas incluso para no volverlo a mirar. La última imagen del cuerpo en la cama del hospital en casa, nada más advenir la muerte. De todas las que he conocido, ninguna lo ha hecho en el tanatorio, entre las flores y con el cuerpo ya preparado para el entierro, sino, antes, poco después del momento de la muerte. Aunque no he pensado demasiado sobre eso, supongo que la actitud es más la de tener una imagen que te ayude a creer que eso tan terrible ha sucedido. Más una imagen para llenar un vacío y generar una certeza que una imagen para mirar y recordar.

El daguerrotipo tiene una presencia importante en Anoxia. Trabajar con sus materiales y sus tiempos implica cambios en la manera de mirar de Dolores, no solo en los procedimientos. ¿Invocamos algo del pasado cuando utilizamos estas técnicas hoy?

Trabajar con una tecnología antigua involucra también arrastrar hacia el presente el pasado que esa tecnología condensa. Toda tecnología es en realidad un sistema de experiencia en el que emplaza toda una época (memorias, saberes, modos de entender el mundo). Por eso, cuando Dolores mira el presente con los ojos de Daguerre está viendo cosas que nosotros no vemos hoy cuando lo miramos con los ojos de Steve Jobs. El daguerrotipo muestra capas invisibles de la realidad. Invisibles para el iPhone. Por eso es tan importante de vez en cuando el uso de tecnologías supuestamente obsoletas, porque nos hacen ver –y, en consecuencia, experimentar– de modo diferente el presente. El daguerrotipo del Mar Menor que ella hace, de repente, evidencia el sentido de ruina de todo lo que está pasando. Traquetea el tiempo. Y vemos el hoy como si fuera un mañana extraño.

Trabajar con una tecnología antigua involucra también arrastrar hacia el presente el pasado que esa tecnología condensa. Toda tecnología es en realidad un sistema de experiencia.

Por casualidad, mientras leíamos el libro vimos la película El agua, de Elena López Riera, con el trasfondo de las inundaciones recurrentes y los vecinos que ya les dedican relatos, una tradición oral, no lejos del entorno del Mar Menor donde se desarrolla Anoxia. A Dolores también se le cuela el agua en casa y las lluvias embarran el mar, poniendo en peligro a los peces; parecen estos episodios casi una maldición por lo repetitivo. Pero finalmente ella, ante lo inevitable, ya no se queda en achicar, sino que acude a fotografiar los destrozos, lo que ya no es como antes, y los peces muertos. Al margen del sentido de esa acción en la novela, en relación con el pasado de la protagonista, ¿tiene que ver, todavía hoy, elegir crear, fotografiar, a partir de lo perdido, con una forma propia de belleza, como lo fue pintar ruinas?

No hace tanto que vi El agua y tuve esa misma sensación, la de estar asistiendo a algo que dialogaba muchísimo con lo que había escrito en Anoxia. Son historias que tienen muchísimo que ver, tanto por la relación con la naturaleza como con el sentido de lo íntimo y la presencia de un pasado del que no se puede escapar. En Anoxia, como también en cierta manera en El agua, la mujer logra levantarse y asumir que ese pasado se integra en el presente. Dolores lo asume a través de la fotografía, que es en realidad lo que le hace sentir viva. Para ella no es algo pensado y meditado, sino más bien una intuición. Dolores no es una artista que fotografía para crear belleza, sino alguien que toma imágenes con un sentido mucho más inmediato. La fotografía tiene para ella un sentido social. Al fin y al cabo, como asume en algún momento, es una “fotógrafa de pueblo”. Así que sus ruinas no surgen tanto de la contemplación de lo sublime de los románticos o la melancolía inactiva de ciertos paisajes ruinosos, sino más bien de la necesidad de activar la mirada para transformar el presente. Son ruinas del presente. Ruinas en las que aún late la vida como esas ruinas de la modernidad de las que hablaba Benjamin.

La vida cuando se va de las imágenes, de forma distinta, también estaba presente en las fotos borradas de El instante de peligro; la muerte y las ausencias en las fotografías eran importantes en El dolor de los demás y, en Intento de escapada, el artista Jacobo Montés empleaba en su obra procedimientos muy cuestionables, como podrían serlo en Anoxia los métodos para fotografiar a los inquietos. ¿La escritura de una novela a veces te ha llevado a desarrollar otra al profundizar en algunos aspectos, o surgen de forma autónoma a partir de tu interés por lo que albergan las imágenes, sus riesgos, el tiempo…?

Es cierto que hay temas que atraviesan todo lo que escribo. Y que están tanto en mis ensayos como en mis novelas. De alguna manera, encuentro en la narrativa la mejor manera de abordar algunas cuestiones para las que el ensayo o la escritura más académica se me queda corta. Supongo que cada cual acaba hallando el medio en el que más cerca puede estar de las cosas y problemas que le interesan. A mí me ha ocurrido con la narrativa. Por alguna razón, necesito que los temas de los que hablo estén funcionando en una trama, que haya personajes que los habiten, que evolucionen a lo largo de la historia, que no estén inmóviles como si fueran objetos o cuerpos en la mesa de autopsias. Creo que la narrativa me permite adentrarme más en los claroscuros y los puntos ciegos y dejar zonas sin cubrir. Además, lo confieso, me produce muchísimo más placer escribir narrativa que escribir ensayo. Y siento que llego también a un público mayor. Y como al final se escribe para contar cosas, encontrar una comunidad de lectura mayor es siempre mucho más satisfactorio para un escritor. Al menos lo es para mí.

Introduces en algunas de tus novelas reflexiones, debates, sobre la imagen que a priori podrían resultar complejos para un lector no conocedor del arte contemporáneo, pero lo haces de manera que no solo no desconectan, sino que eligen seguir el camino con mucha curiosidad. Si hay manera de contarlo y se puede, ¿cómo lo consigues?

Es una de las intenciones desde que comencé a escribir narrativa: que se pueda entender todo, incluso las cuestiones aparentemente difíciles. Con el tiempo, he llegado a la conclusión de que si algo no se entiende es que uno no ha sabido explicarlo, y que lo más difícil de la escritura es muchas veces hacer que las cosas parezcan fáciles. En mi caso, y especialmente en esta novela, la clave es situar la reflexión a través de los ojos de alguien que no es un teórico del arte o un filósofo, sino una persona corriente. Dolores puede pensar sobre el blanco y negro en la foto, sobre el tiempo en el daguerrotipo o sobre la memoria, pero nunca en un sentido abstracto, sino a través de experiencias concretas, de emociones, de cosas que cualquiera puede sentir. Creo que esa sería la clave: transformar la abstracción en lo más concreto.

En Anoxia acabamos experimentando bastante cercanía con el aparentemente extraño (aunque podamos sospechar de Clemente) y mucha prevención hacia el tipo común que es Alfonso. Alabanzas por suscitar las dudas.

Son los dos apoyos de Dolores en la novela. Uno despierta su mirada y el otro, su deseo. Y son personajes extremos. Clemente comienza como el arquetipo del anciano misterioso, aunque rápidamente se va naturalizando. Y Alfonso…, qué decir de él, todos hemos conocido trepas y aprovechados, es un personaje muy de carne y hueso que podemos reconocer seguro en nuestro entorno. Y un personaje que necesitaba también la novela para no flotar demasiado en la intensidad y la gravedad del tema. Es una especie de contrapunto que, entre otras cosas, sirve para anclar la trama en la realidad.

 

Muchas gracias por todo.

 

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