El rebobinador

Los macchiaioli, la ambigüedad de la mancha

Macchia, en italiano, significa mancha, un término con muchas posibles lecturas: puede ser un signo de color, un apunte, pero también un paisaje yermo inundado por el sol, por eso en ese idioma la expresión darsi alla macchia quiere decir hacerse bandido. En un sentido moral, como en castellano, mancha es una deshonra que ensucia a largo plazo la reputación.

Los macchiaioli surgieron en la región de Florencia a mediados de la década de 1850 y, entre las búsquedas comunes de sus artistas, destacó la de lo verdadero, en lugar de la del ideal de belleza, pureza y forma que hasta entonces había imperado en la pintura italiana, o en el arte en general de un país que parecía lanzado entonces a la búsqueda de una identidad nacional. Para estos autores, la creación debía residir en la reproducción de las impresiones que recibían del natural a través de manchas de colores, de claros o de oscuros; en palabras del teórico Adriano Cecioni, quizá una sala mancha de color para la cara, otra para los cabellos, otra para la pañoleta, otra para la chaqueta o el vestido, otra para la falda, otra para las manos o para los pies, y otro tanto dígase del cielo o del suelo. El arte consiste, por tanto, en la macchia.

Volviendo a la denominación de macchia, este, en Florencia y alrededores, es el apelativo que designa a un tipo extraño, por tanto podemos pensar que en origen el término fue despectivo.

Los autores de este colectivo (podemos nombrar algunos ya: Signorini, Lega, Fattori) fueron artistas seducidos por algunas tecnologías de su época, como el pujante daguerrotipo; pintaron yegüeros, boyeros, burros, vacas o perros, compañeros estos de experiencias (Abbati murió mordido por uno con rabia), marejadas, escenas de caza, pueblos, pero también se fijaron en lo que del natural solo puede percibirse y difícilmente representarse, como una música inaprensible o la llegada de la muerte.

Giovanni Fattori. Aguadoras de Livorno (fragmento), hacia 1865. E. Angiolini, Bottega d’Arte Livorno, Livorno © Enrico Angiolini, Bottega d’Arte Livorno
Giovanni Fattori. Aguadoras de Livorno (fragmento), hacia 1865. E. Angiolini, Bottega d’Arte Livorno, Livorno © Enrico Angiolini, Bottega d’Arte Livorno

Los macchiaioli, en definitiva, practicaron la macchia en todas sus acepciones. Vivieron en el campo y lo reprodujeron en sus lienzos, extrayendo su belleza atemporal y pronto se convirtieron en opositores y antagonistas de las corrientes dominantes; antes de tomar conciencia de que formaban una escuela, sentaron las bases para una ruptura consciente con el pasado. Decía el mismo Cecioni que el pintor moderno no debe tener ni amores ni simpatías en la historia anterior, que el divorcio entre lo moderno y lo antiguo había de ser total, como absoluta había de ser la ignorancia del pasado.

La contundencia es discutible, dadas las evidentes referencias a la tradición del Quattrocento, pero en cualquier caso la toma de posición rupturista del grupo era tan clara que parecía una proclama política. Y políticos fueron los macchiaoli, como tantos intelectuales burgueses del Risorgimento. Cuando en la primera Exposición Nacional, celebrada en 1861 en Florencia, Abbati y D´Ancona fueron premiados rechazaron su medalla por un conflicto con la escuela academicista: entendían que no se debía premiar a unos y otros, sino a unos o a otros y que ellos representaban lo moderno y la vanguardia y no cabían transacciones con lo pasado. En realidad, política y arte fueron de la mano durante todo el Risorgimiento y no había demasiada separación entre pintar cuadros y derramar sangre en el campo de batalla.

Los macchiaioli nacieron alrededor del Caffé Michelangiolo, en la actual Vía Cavour, cercano a la sede de la Academia Florentina de Bellas Artes, templo de la tradición en el que se los calificó como cuartel de inválidos, semillero de mediocridad o cementerio del arte. Allí pergeñaron su sueño de una revolución artística y se configuraron como escuela tras las pasiones de 1848.

Si la pintura heroica y clásica había sido preludio del periodo bélico, una vez acabada la guerra el relato debía realzar la fuerza de un país que se redescubría a sí mismo y la parte más oculta de su propia tradición. Se daban, pues, las condiciones para una sustitución indolora de escuelas artísticas, con los macchiaioli ocupando el lugar de los clasicistas y, una vez erradicada la Academia, convertidos en artistas del tiempo nuevo. Pero… no fue así.

Silvestro Lega. La visita (fragmento), 1858. Galleria Nazionale d’Arte Moderna e Contemporanea, Roma © Galleria Nazionale d’Arte Moderna, Roma / Antonio Idini
Silvestro Lega. La visita (fragmento), 1858. Galleria Nazionale d’Arte Moderna e Contemporanea, Roma © Galleria Nazionale d’Arte Moderna, Roma / Antonio Idini

Los macchiaioli vivieron y murieron en la pobreza, al menos los que permanecieron en su país y no se establecieron en París. Eran espíritus quizá demasiado libres como para transformar una camarilla, o hermandad, en escuela sólida y duradera y alguno se vio abocado, sin desearlo, a la enseñanza, como Fattori. Nunca se convirtieron en hombres de poder: surgieron a la contra y así permanecieron.

Largamente discutido ha sido si llegaron antes o después de los impresionistas, si captaron mejor o peor que ellos el espíritu de los tiempos y las razones de que los franceses dejaran huella en el tiempo y los italianos sean solo recordados en ocasiones.

En realidad, en la segunda mitad del siglo XIX, las relaciones entre las vanguardias de ambos países fueron estrechas, fecundas y continuas; compartían vocación por el cambio. En 1856, Saverio Altamura, Domenico Morelli y Filippo Palizzi acudieron a la Exposición Universal de París y refirieron en el Caffé Michelangiolo lo que vieron, y allí también Serafino de Tivoli, regresado asimismo de Francia, explicaba las innovaciones introducidas por los pintores de Barbizon.

El primero en aprovechar sus lecciones fue Telemaco Signorini, que en sus pinturas dedicadas a Venecia o al golfo de La Spezia expresó con vehemencia claroscuros y juegos de luces y sombras, creando una trama muy intensa de manchas, que iban del pardo al blanco en equilibrio cambiante mientras el dibujo se debilitaba. Aunque sus cuadros acabados pueden resultar descriptivos, este autor fue pionero en la pintura de manchas: no se trata ya de una pincelada, sino que la pintura es aplicada con generosidad para representar las formas mediante contrastes de intensidades, sin preocuparse por el detalle o el modelado.

Telemaco Signorini. La toeletta del mattino, hacia 1900.
Telemaco Signorini. La toeletta del mattino, hacia 1900

Se da prevalencia a lo esencial, la masa y el relieve. Como la “impresión” de Monet, la palabra macchia aplicada a los macchiaioli, denominación que alumbró un crítico anónimo, sirvió a sus detractores para enlazarlos con el Cinquecento, porque desde el s XVI el término designaba el “momento de ideación de una obra”, idea primaria e inmediata fijada de forma no depurada: se trata, en definitiva, de un boceto apresurado, destinado al estudio de masas y a la construcción del claroscuro. Ni siquiera Leonardo concedía autonomía a la macchia, en la que, por su propia naturaleza, se descuidaban los detalles.

Las pinturas de Signorini, como después las de Fattori, Lega, Borrani, Sarnesi o Abbati, fueron considerados esbozos, versiones abreviadas: se trataba de meros trabajos personales. Ello explica su escaso éxito entre los coleccionistas: el público al que se dirigían estaba acostumbrado a las pinturas perfectamente acabadas; era una audiencia poco adecuada para aceptar la modernidad y el realismo austero de ciertas escenas rurales o el ambiente íntimo de los interiores burgueses que pintaban los macchiaioli, obstinados en encontrar y representar, mediante el contraste entre manchas de color, las relaciones reales entre luz y sombra y la emoción encontrada ante el experimento de la naturaleza.

En 1859, año en el que el cuadro El mercero de La Spezia de Signorini se presentó en la Promotrice Fiorentina, marcó el inicio de la Segunda Guerra de Independencia italiana y el arte fue llamado, una vez más, a servir al proyecto político: Bettino Ricasoli, en el Gobierno Provisional de Florencia, convocó un concurso para pintores y escultores cuyo tema obligado era el Risorgimento y la guerra. Casi todos los artistas habían participado en la contienda, cuya crónica realista relataron en en sus imágenes de guerra.

El concurso lo ganó Fattori con El campamento italiano después de la batalla de Magenta, y el tema que eligió seguramente tiene que ver con su victoria: el socorro a los heridos de guerra constituía un tema de actualidad candente. Se caracteriza la obra por la atenuación de contrastes violentos, el uso de tonalidades yuxtapuestas, la búsqueda de relaciones más suaves entre luz y color, el esmero en reproducir la perspectiva atmosférica y la del espacio… que marcan el paso rápido de la mancha de claroscuro, heredada de Signorini, a la tonal. Esas fueron las búsquedas a las que se consagraría en adelante el grupo de los macchiaioli, que solían desplazarse juntos para pintar del natural.

 Giovanni Fattori. El campamento italiano después de la batalla de Magenta, 1861. Palazzo Pitti
Giovanni Fattori. El campamento italiano después de la batalla de Magenta, 1861. Palazzo Pitti

Descubrieron el paisaje vivo, el color, la luz y una libertad formal desconocida hasta entonces en Florencia. En efecto, su modo de trabajo no deja de recordar al de los autores de la Escuela de Barbizon: como ellos, los italianos empleaban la madera como soporte y adoptaban un formato rectangular que puede relacionarse con las predelas florentinas del Trecento y del Quattrocento, de las que eran buenos conocedores. Las pinturas de Lega o las de Borrani muestran una fuerte influencia de los llamados pintores primitivos, aunque no propugnan una idea de regreso a lo medieval como sus colegas alemanes u holandeses, pues sus temas son deliberadamente modernos.

En la conciencia colectiva, la madera provoca un efecto de naturalidad y calidez. Solían emplear casi siempre el óleo y aplicaban los colores directamente sobre el soporte, sin imprimación, pues esta técnica deja visibles las vetas de la madera, con las que los pintores juegan con destreza.

El movimiento, breve e innovador por su manera de utilizar el color y su iconografía, desconocida en la Italia clásica, constituyó al tiempo un cambio radical y un acontecimiento sin futuro en la pintura toscana.

Odoardo Borrani. Mi terraza, 1865. Colección privada
Odoardo Borrani. Mi terraza, 1865. Colección privada

Comentarios